domingo, 10 de junio de 2012

ALPHONSE RATISBONNE


Levanté los ojos hacia la luz y vi, de pie en el altar, viva, grande, majestuosa, bellísima y con aire misericordioso a la Santa Virgen María...

Judío y ateo; burlón y descreído; sarcástico y corrosivo. Alphonse Ratisbonne era eso y más.Todo, cualquier cosa, antes que cristiano, y no digamos que católico, creyente, miembro del rebaño. 

Hijo de un rico banquero hebreo de Estrasburgo, acostumbrado a la buena vida, a los lances del amor, a la ociosidad turística, de ese natural irritantemente escéptico que produce la permanente satisfacción de las últimas superfluidades materiales, Ratisbonne se encontró con la fe, con una fe arrolladora que se llevó por delante sus prejuicios una fría mañana del mes de enero en una capilla de la ciudad de Roma.

En apenas unos minutos, todo en lo que creía desapareció como por ensalmo, conjurado por una realidad que le arrebató sus pasadas certezas de burgués adinerado, positivista y pagado de símismo. Algo inesperado y milagroso, inconcebible, se agazapaba entre los pliegues de los designios de la Providencia.